Los cambios
sustanciales que se producen en el siglo XVIII comienzan a fraguarse en los
siglos en los que se produce un cambio de pensamiento en la humanidad que se
sitúa frente al mundo desde su propio yo. Nos estamos refiriendo por supuesto,
al Renacimiento.
El cambio que se
establece en este período tiene sus bases en, por un lado la permutación de la Imago Mundi, con los descubrimientos geográficos y astronómicos, que sitúan al hombre frente a un universo ilimitado;
y por el otro, la auto-posición del mismo como centro de todo ello. A pesar de
esto, la Naturaleza seguía siendo concebida de una forma neoplátonica, sobre
todo en los círculos más humanistas, y de esta manera era tratada, como si de una entidad viva se tratase, la cual “de
acuerdo con esta visión del principio vital
actuaba organizadoramente en el seno de la materia según una finalidad
inmanente”[1].
En los años
posteriores, todo lo que en el Renacimiento ha tenido lugar, se va acentuando,
de manera que finalmente el hombre deja de ver a la Naturaleza como parte
integrante de sí e implantando ese giro del que hablábamos, comienza a mirarse
a sí mismo, y desde sí mismo, a la Naturaleza. Esto, supuso el inicio de lo que
siglos después Argullol llamaría el
problema de “la Naturaleza inanimada”[2],
en el que el hombre se queda completamente enfrentado a Ella y no se siente
parte de su crecimiento y evolución.
Este concepto resume
perfectamente todo el pensamiento
científico de nuestra era, en el que la Naturaleza y el mundo son vistos
como algo inerte y carente de ánima o
movimiento autónomo, a excepción, claro está, de nosotros mismos.
Este
cambio, esta manifestación de la yoidad humana,
se produce en ese período donde el ser humano dice “yo soy” y la Naturaleza queda antes sus ojos de forma
tan ajena, que puede estudiarla y surgen aquí como representación de esto las
obras paisajísticas que tratan la profundidad de campo, y se instaura la pasión
por la perspectiva y la ciencia, que asimila y analiza los fenómenos que rodean
al hombre:
La perspectiva hace del ojo el centro del mundo visible. Todo converge hacia el ojo como si este fuera el punto de fuga infinito. El mundo visibles está ordenado en función del espectador, del mismo modo que en otro tiempo se pensó el universo ordenado en función de Dios.[3]
Aparecen
los descubrimientos científicos como el heliocentrismo copernicano, que aunque
no lograron en ningún caso corregir del todo los errores de la concepción
ptolemaica geocéntrica, dieron el pie para que años más tarde Tycho Brahe
ajustara las mediciones y que Johannes Kepler ya en el siglo XVII, al
utilizarlas lograra por fin comprender el movimiento de las esferas planetarias
en torno al sol.
Tras
el Renacimiento, y a caballo entre los siglos XVI y XVII, encontramos otro de
los grandes sucesos históricos que en gran parte devienen y son deudores del
cambio producido en época renacentista. Nos referimos a lo que se ha venido a
llamar la Revolución Científica. En ella, confluyen los pensamientos
renacentistas pudiendo establecerse este siglo, como una bisagra entre la época
anterior y el siglo XVIII. A este momento pertenecerán Kepler, Galileo Galilei
e Isaac Newton.
En
el transcurso del siglo XVII, así mismo, veremos cómo se van asentando principalmente
dos formas de pensamiento: una será el racionalismo, que basa toda su corriente
en el ámbito del conocimiento cuantitativo, matemático y exacto. El
racionalismo tiene como fundamento un sujeto consciente de sí mismo cuyo
pensamiento va a participar de algún modo del plano divino y de esta manera
continúa la creación[4]. El racionalismo nace durante el siglo XVII, se desarrolla
a lo largo del siglo XVIII y su máxima expresión la encontramos en ese momento
decisivo en la historia de Occidente que es la Ilustración.
Esta forma de pensar se va a ver sostenido por la
concepción matemática del mundo galileana, y gracias a ello, está convencido de
poder explicar todo lo que le rodea. Como consecuencia las antiguas Alquimia y
Astrología se convierten en Química y Astronomía, eliminando así cualquier
vestigio de todo aquello que no esté regido por el orden de la razón material.
La segunda corriente
imperante en estos momentos y que será decisiva para el devenir de Occidente,
será el empirismo inglés de Locke, que busca las raíces de lo cognoscible en la
experiencia misma del fenómeno. Todo el conocimiento que podemos extraer sobre
ese fenómeno, se reduce a la experiencia. Lo que sabemos del mundo se basa en
aquello que podemos comprobar a través de los sentidos.
El pensar pues, se ve
regido por una ciencia empírica y matemática que lo van convirtiendo en un algo
cada vez más abstracto y por tanto únicamente intelectual. Se va a ver
convertido en el modo único y válido de acercamiento y conocimiento de la
realidad. Se produce pues, un giro que se puede ejemplificar de la siguiente
manera: lo que en la Edad Media se pensaba en términos de Providencia, se ve
poco a poco convertido en la fe en la Razón humana. Se sustituye a Dios por la
Razón y se traslada al lugar antes ocupado por lo divino, la propia razón
humana.
La
crítica al pensamiento aristotélico que
se produce en la filosofía, finaliza en la sustitución de éste por un
pensamiento platónico que a su vez se ve, de alguna forma reducido a una mera
comprensión del mundo a través de la geometrización de sus formas. Esta crítica se va a producir sobre todo de
mano de dos autores: Galileo y Bacon.
Para
Galileo el mundo se puede comprender sólo de forma matemático-algebraica, dado
que es la única manera en la que se pueden organizar las formas sensibles que
percibimos. La comprensión del mundo en Galileo, está constituido por la
matemática, y sólo a través de ella podemos llegar a comprenderlo. Du Bois-Raymond representa la total
radicalización de la idea de Galileo tres siglos después: “No hay más conocimiento que el mecánico, ni
otra forma de pensar científica que la física-matemática”[5].
La
crítica de Bacon a Aristóteles será aún más radical. Bacon lo acusa de partir
de supuestos prejuzgados que no pertenecen a la realidad del fenómeno. En Bacon
sólo lo objetivo -aquello que puede ser mesurable mediante la matemática- es
verdadero, y siguiendo esta premisa, todo lo subjetivo (aquello que el sujeto
que observa o analiza aporta, el sentimiento, la percepción del color, del
olor…) es falso.
En
cuanto a la forma en la que se debía estudiar la Naturaleza, Bacon sólo mostraba
interés en aquello recopilando la información de las particularidades de Ella.
Con este método pretendía llegar a obtener las reglas generales para entender
los fenómenos.
Esta
obsesión por la objetividad que se instaurará con Bacon acaba expulsando al
hombre de su relación con el mundo y éste queda reducido a lo material, a algo
yermo y vacío. El hombre queda solo en el mundo. Un mundo que a su vez le es
hostil y al que hay que conquistar y vencer, y al cual sólo se puede acceder por medio de su
propio pensar. Este tipo de pensamiento
será el que a lo largo de los siglos se irá erigiendo como único pensamiento científico verdadero, y
conlleva la creencia de que el
funcionamiento interno de la Naturaleza obedece a unas leyes cuya comprensión
se puede llevar a cabo mediante la ciencia al estilo galileano, lo que permite
prever su desarrollo.
La
voluntad creadora del Dios medieval del cual emana todo, se asume como un
principio genérico: Dios existe, pero a través de Él no se pueden explicar los
fenómenos del mundo que nos circunda. Sino que se convierte en algo deseable
pero cuya existencia no puede demostrarse, a diferencia de la Edad Media en la
que la gran preocupación de la filosofía tomista era la demostración de la
existencia divina.
Por
otra parte el pensamiento cartesiano muestra la individualidad aislada del
sujeto que piensa, en la que la duda lo es todo, no se afirma ni se niega nada,
sólo se duda. Entonces, nos encontramos que
la separación del mundo por parte
del individuo se radicaliza hasta llegar al extremo en el que el Yo (y por
tanto el intelecto), sólo se apoya en sí mismo y sólo confía en su propia
actividad interior. En conclusión, obtenemos una supremacía del pensamiento
cuantitativo, sobre el pensamiento cualitativo.
La culminación de
este devenir del pensamiento aparece nítidamente en lo que se denomina la
Ilustración, cuyo máxima manifestación será la Enciclopedia (D´Alembert,
Diderot, Voltaire…) que recoge los conocimientos técnico-científicos de la
época. La Ilustración supone el triunfo absoluto de la Razón que culminará con
su entronización cuasi-divina en la
Revolución Francesa (la Diosa Razón).
A pesar de las
esperanzas que la Revolución Francesa despertó
en muchos de los pensadores e intelectuales europeos de la época, pronto llegó el desencanto: lo que inicialmente
comenzó siendo un manifiesto de lo romántico en cuanto a las alusiones a la
libertad tanto individual como nacional, fue derivando en una nueva forma de
opresión (El Terror).
Con la llegada del
Romanticismo se producirá un nuevo intento de dar visibilidad a todo aquello
que en la época de la Ilustración había quedado sepultado en el olvido. Los
románticos cuestionarán el progreso ilimitado que el racionalismo promulgaba.
Cuestionarán la elevación de la Razón por encima de toda forma de pensar humana
que no se reduzca a ella misma. La llegada del Romanticismo permitirá el
ascenso del espíritu que se había visto silenciado con la llegada del
pensamiento matemático y material.
El Romanticismo
supone además, la vuelta a la Naturaleza, un giro a aquello que la Revolución
había segado: la Naturaleza como ente creador con la que el ser humano debe
relacionarse. Esto se ve claramente en las obras pictóricas de este período: paisajes
de gran formato en los que hombre y mundo conviven en paz, la Naturaleza
desatada, la insignificancia del hombre
frente a Ella…
En la descripción que
hace H. Honour de un cuadro romántico del célebre Caspar D.Friedrich,
encontramos esto que mencionábamos, resumido: “(…) paisajes marítimos veraniegos bajo la luna creciente y el
lucero vespertino: sin viento, silenciosos y poblados por unas cuantas figuras
solitarias de espaldas a nosotros y totalmente absortas en la muda
contemplación de la Naturaleza”[6].
M. Rueda
M. Rueda
[1]
Rafael Argullol, Maldita perfección.
Escritos sobre el sacrificio y la celebración de la belleza, Barcelona:
Acantilado, 2013, p. 58
[2]
Ibíd., p. 56
[3]
John Berger, Modos de ver, Barcelona:
Editorial Gustavo Gili, 1975, p. 24
[4]Elio
Franzini, La estética del siglo XVIII,
Madrid: Visor, 2000, p. 24
[5]
Raymond Burlotte,
“Le goetheanisme, autre regard sur la nature”, Revue Triades nº 32, 1984,
pp.18-27
[6]Hugh
Honour, El Romanticismo, Madrid:
Alianza Forma, 2007, p. 79
Muchas gracias, Marta, por la colaboración en el blog
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